Columna Invitada

Ciudad de México.- Los jóvenes de México son hoy la esperanza que se muere. El panorama por el que atraviesa México nos lleva siempre a la misma conclusión: a los jóvenes pobres solo les queda unirse al crimen organizado o ser militares. Al final ambos mueren en el mismo enfrentamiento. Los pobres ponemos los cuerpos, Cienfuegos la corrupción, y las élites las balas. Y si por alguna razón estas dos opciones no son tomadas, optan por seguir con el “sueño americano”, dejando la vida comunitaria y a la familia para llegar a Estados Unidos. Las decisiones de mis primos, compañeros de la primaria, paisanos de mi pueblo o las diversas caravanas migrantes que provienen de Centroamérica, no son sino otra forma de comprobar esto. Así, en medio de un futuro laboral incierto, de altas tasas de violencias y precariedad laboral, los jóvenes navegamos bajo un slogan que más bien es un curita temporal: jóvenes construyendo el futuro.
Al cuestionar sus razones de ingreso al ejército, un joven de Oaxaca lo resume con una frase: “No tenía de otra”.
El ingreso de los jóvenes a los grupos delincuenciales está determinado por condiciones de desigualdad económica, el contexto cu ltural, situaciones de violencia y trabajo precario, entre otros. Las leyes actuales ofrecen cada vez menos oportunidades de un empleo digno, las condiciones económicas y de seguridad evitan que se pueda cumplir la garantía de recibir educación. El crimen organizado se convierte en una opción de actividad laboral
muchas veces legitimada por su entorno.
Según cifras del INEGI, en México se estima que hay 31. 2 millones de jóvenes de entre 15 y 29 años, quienes representan el 30. 23 % de la población total en nuestro país, de los cuales 1 de cada 100 son analfabetos;
3 de cada 100 no terminaron la primaria; casi la mitad únicamente tiene la secundaria; y solo el 30%, de entre 25 y 29 años, cuenta con estudios de licenciatura. Alrededor de 16 millones de jóvenes son económicamente
activos; 15 millones están ocupados, aunque la mayoría de ellos se encuentra en el sector informal. Y 70% de los que tienen trabajo y están en un régimen formal no ganan más de 6 mil pesos.
Diversos medios periodísticos hablan de este fenómeno como la “generación perdida”, “millennials endeudados”, aquellos para quienes resulta imposible hacerse de un patrimonio por su esfuerzo propio. Para ellos, para nosotros, escalar socialmente a través de la educación resultó ser un viejo mito que se había postergado indefinidamente. Para otros la educación no fue nunca una opción. El sistema se estancó, la vida digna no se consigue por el simple esfuerzo individual.
Citando un artículo de Forbes al respecto: “A eso se le llama la trampa de la pobreza: la gente ya no cree en un proyecto educativo ni laboral, lo que se convierte en un círculo vicioso. Hicimos un estudio de campo en las
comunidades marginadas del país, y lo que observamos fue que el crimen organizado vigila esas zonas, e identifica a los jóvenes con liderazgo, los recluta y les paga grandes cantidades. Para los jóvenes, esa es la forma
de mantener a la familia”, comenta el investigador Jiménez Bandala quien teme que esta práctica se expanda al resto del país.
Es un panorama desalentador que se agudiza con la violencia, pero también con la pérdida de derechos laborales. De ahí que sea necesario desmantelar la política económica neoliberal, recuperar los derechos laborales y exigir mayores políticas redistributivas que realmente acaben con la desigualdad.
La organización colectiva y la consciencia de clase serán las herramientas necesarias para lograr tal fin.