Antilogía/Columna Invitada

Narcotraficantes y terroristas podrán coincidir en el uso de métodos y prácticas violentas, incluso en el daño que causan a la población civil inocente, pero los fines que buscan son diferentes, y esto obliga a tratamientos distintos.
El narcotráfico va por ganancias económicas y control de mercados ilícitos. El terrorismo, en cambio, por dominio político y manejo del Estado. El objetivo de la “guerra narca” es exterminar a un competidor o adversario en el trasiego de drogas, personas, armas y dinero; el de la guerra terrorista es derrocar a gobiernos y suplantar ejércitos.
Al narcotráfico lo mueve una lógica de mercado, al terrorismo una lógica de Estado. El CDN de Nuevo Laredo no es el Isis de Jordania; Ovidio Guzmán no es el sucesor de Osama Bin Laden, y los sicarios de Bavispe que atacaron bestial e inhumanamente a la familia LeBarón no son chechenos separatistas desafiando a Moscú o yemenitas del sur dinamitando los campos petroleros de Arabia Saudita.
Desde el punto de vista de la sociedad civil y de las víctimas, el dolor, la muerte y el terror que causan el narcotráfico y el terrorismo parecieran ser lo mismo. Pero desde el ángulo de una política de Estado, para su prevención, contención y erradicación, es improcedente colocarlos en el mismo rasero.
Ni en el caso más documentado y representativo de una presunta vinculación orgánica entre un cártel del narcotráfico (el de Medellín, Colombia) y el grupo guerrillero de las FARC, se procedió a calificar a éstas como “narcoterrorismo” y a tratarlas como tal. No se confundió la gimnasia con la magnesia.
Lo que se diseñó en ese caso fue una política bilateral de colaboración, cooperación y coordinación entre Colombia y Estados Unidos de América, para enfrentar al cártel más poderoso de la cocaína a escala mundial, que incluyó inteligencia, capacitación, prevención e intervenciones quirúrgicas (en lo policial) y de desarrollo de capacidades institucionales de seguridad nacional y procuración de justicia, además de programas de producción agroindustrial y reconversión de cultivos en las zonas cocaleras, que redujo sensiblemente la incidencia delictiva y puso un freno a las actividades criminales asociadas al narcotráfico.
Es importante subrayar que aun en este caso nunca se llegó a solicitar la injerencia directa y abierta de las fuerzas de seguridad estadunidenses en suelo colombiano.
Los casos de Culiacán y la familia LeBarón expusieron ciertamente la vulnerabilidad del Estado mexicano frente a la actuación de grupos paramilitares de la delincuencia organizada; pero también ha salido a flote la proclividad de los grupos conservadores y sus voceros orgánicos a sacar raja política de una tragedia.
Pedir a Estados Unidos que considere “narcoterroristas” a los grupos delincuenciales mexicanos, para que desde Washington lleguen la ley y el orden a territorio nacional, justo en el umbral de un año electoral, es intentar revivir al “Polko” que todo político conservador en México y en EU lleva dentro.
La mejor muestra de solidaridad, respeto y justicia que merece la familia LeBarón es, por parte del gobierno de México, no dejar impune el artero crimen, y por parte de los conservadores nacionales, no “zopilotear” políticamente a sus deudos.