Por Ricardo Monreal
Ciudad de México.- En días recientes se registraron una serie de eventos violentos en
el estado de Guerrero, que tuvieron consecuencias fatales. Se informó, incluso,
sobre el uso de drones en algunos de estos hechos, como el ocurrido en
Buenavista de los Hurtado Cashacuauilt, localidad ubicada en el municipio de
Heliodoro Castillo. Además, se dio a conocer otro incidente en el palenque
municipal de Petatlán, en la región de la Costa Grande, cuyo saldo fue la
pérdida de cinco vidas humanas y 20 personas heridas.
El grado
de violencia desatada en esa entidad —bastante castigada ya por el embate del
huracán Otis en octubre pasado— es verdaderamente preocupante, por lo que se
mantiene como uno de los grandes desafíos que enfrenta actualmente el Estado
mexicano y cuyas causas raíz siguen siendo atendidas por los gobiernos estatal
y federal, este último, a través de los distintos Programas para el Bienestar.
La gran
riqueza cultural de Guerrero contrasta con sus niveles de pobreza. De acuerdo
con cifras del Coneval, ocupa uno de los primeros lugares a nivel nacional.
Aunque hubo una ligera disminución en los índices, registrando un 60.4 por
ciento en un informe reciente (comparado con el 66.4 registrado en 2020),
continúa siendo una preocupación significativa en términos de bienestar económico.
Además,
las estadísticas del INEGI muestran que el estado enfrenta desafíos
persistentes en materia de reducción de la pobreza, siendo una de las entidades
con niveles altos de carencias sociales y población en situación de
vulnerabilidad, en lo que constituye un doloroso reflejo de la inequidad
persistente, resultado de décadas de abandono y menosprecio por parte de los
gobiernos neoliberales.
Esta
desigualdad económica no es solo un dato estadístico, sino la base de una
cadena de adversidades que sumerge a la gente en una lucha constante por la
supervivencia. Las carencias sociales y la vulnerabilidad se entrelazan en la
cotidianidad de las y los habitantes de Guerrero, sobre todo en las comunidades
enclavadas en la sierra. Y es aquí, precisamente, donde se encuentra el nexo
preocupante entre la pobreza y la escalada de violencia que asola a esta
región.
Se trata
de una idea que también retomé en mi libro Escuadrones de la muerte en
México, en el que analicé la presencia de grupos armados ilegales en
el país y su repercusión en la sociedad, e investigué sus orígenes, estrategias
y consecuencias en el ámbito político y social. Además, exploré su conexión con
la violencia y el crimen, desentrañando su impacto en la dinámica política y
social de México.
Hoy esto
viene a cuento debido a que la precariedad económica, la falta de oportunidades
y los niveles elevados de desigualdad condenan a la población a vivir en
condiciones deplorables, pero también alimentan un terreno fértil para la
propagación de la violencia. Se trata de un ciclo bastante desgarrador: la
pobreza nutre la desesperación, y esta última, lamentablemente, se convierte en
caldo de cultivo para la el crimen organizado y los grupos armados.
Por ello,
los Programas para el Bienestar se enfocan en atender esta relación simbiótica.
Es decir, no solamente se trata de disminuir los números de la pobreza y la
violencia, sino de atacar las causas profundas que las generan. Lo anterior
requiere un enfoque integral que, a la par de la estrategia de prevención y
contención de la violencia, siga brindando oportunidades reales, educación de
calidad, acceso a la salud y empleos dignos. Solo así se podrá romper este
círculo vicioso que perpetúa la extrema pobreza y la inseguridad.
Tanto los
sucesos violentos de Guerrero como lo ocurrido recientemente en el estado de
Tamaulipas, con el secuestro de 32 migrantes de Centro y Sudamérica, nos
obligan a ver a la pobreza y la violencia como los desafíos persistentes en
México. Estos hechos evidencian que la ausencia de bienestar social crea un
entorno propicio para la proliferación del crimen organizado, y aumenta
exponencialmente la vulnerabilidad de grupos como el de personas migrantes en
situación de tránsito por nuestro país.
La
urgencia de abordar estos desafíos se impone como un deber moral y una
responsabilidad ineludible para el Estado mexicano. La consolidación de
estrategias que aborden los indicadores numéricos de pobreza y violencia, pero
que sigan atendiendo de raíz las causas estructurales de estos flagelos se
muestra como la ruta hacia una transformación real. La integridad de dichos
esfuerzos debe contemplar, por supuesto, la reconstrucción del tejido social y
la promoción de oportunidades tangibles que proporcionen dignidad y esperanza a
la población.
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