Por Luis Rubio/México Evalúa
Ciudad de México.- Un
“trilema” tiene lugar cuando se tienen tres objetivos clave, pero de los cuales
sólo dos son alcanzables al mismo tiempo. Desde que conocí esta formulación me
pareció que describía bien las contradicciones que caracterizan a México: la
búsqueda de estabilidad política y económica por encima del desorden, la
violencia y la propensión a la anarquía; el deseo de consolidar un régimen
democrático; y el ansia por construir una gobernanza competente y
funcional.
Las pasadas cuatro décadas han
sido testigo de importantes esfuerzos por avanzar en estos tres ámbitos, quizá
sin reparar sobre las contradicciones inherentes al objetivo y, por lo tanto, a
la imposibilidad de lograrlo.
Las
reformas avanzadas entre los ochenta y la década pasada estuvieron concebidas
para avanzar el primer objetivo, especialmente la estabilidad económica. La
meta era crear condiciones para atraer inversión privada a fin de desarrollar
una plataforma de desarrollo industrial.
Cada uno de los componentes que se fue integrando en el proceso, desde la apertura comercial en 1985 hasta la reforma energética de 2013, constituyó un andamio adicional que fue conformando el entramado que ha permitido consolidar una industria manufacturera de exportación. Toda la economía mexicana de hoy depende de esas exportaciones, por lo que, a pesar de todos los avatares, el logro no es menor.
El otro lado de la moneda es que se apostó todo por la construcción de esa
plataforma de exportación, lo que implicó dejar olvidada (y, de hecho, perdida)
a la mayoría de la población que quedó atrapada en el desorden imperante, tanto
por el mal gobierno en general, como por la incontenible ola de violencia y
criminalidad que arrasa con cada vez más comunidades.
Ambos factores –el gobierno incompetente y el crimen
organizado– se complementan y se retroalimentan: los que ocupan los puestos
gubernamentales derivan beneficios políticos y personales, en tanto que el
crimen organizado prospera y prolifera a costa de la salud y tranquilidad de la
ciudadanía.
El deseo de construir un régimen democrático ha estado
presente desde los albores de México como nación independiente, teniendo varios
momentos álgidos tanto en el siglo XIX como al inicio del XX, pero fue sólo
hasta la segunda mitad del siglo pasado, luego del movimiento estudiantil y el
crecimiento de una oposición sólida y competitiva, que comenzó a cobrar forma
un esquema democrático que obligó a forjar un régimen electoral en que todos
cupieran.
Sin embargo, visto en retrospectiva, ese régimen caminó más rápido de lo que el
gobierno y sus fuentes de poder estaban (están) dispuestos a avanzar, arrojando
el resultado que hoy vemos: un gobierno incapaz de proveer seguridad a la
población; dispendio interminable de recursos; ausencia total de transparencia
en el ejercicio de la función gubernamental; y, por encima de
todo, un gobierno que no satisface ni los más mínimos estándares de salud,
educación, infraestructura y, en general, condiciones para el desarrollo.
La propensión a la anarquía que experimentan vastas regiones del país no es producto de la casualidad. Una elevadísima proporción de la población vive sometida a la extorsión y/o a la violencia, además de la injusticia, que generan las mismas organizaciones y que impide no sólo la normalidad de la vida cotidiana, sino el desarrollo del país.
Lo peor de todo es que ni siquiera hay un reconocimiento de la naturaleza del problema o de la incompatibilidad de nuestro sistema de gobierno actual con el crecimiento, la estabilidad o la democracia.
La pregunta es, pues, por dónde comenzar. Los promotores de la transición democrática asumieron que la profesionalización de los mecanismos y órganos de administración de los procesos electorales resolvería por sí misma el problema de la gobernanza. Era razonable pensar así, dado que la aprobación de las reformas respectivas gozó de un casi universal apoyo legislativo, con la participación decidida de todas las fuerzas políticas. Desde esa perspectiva, tenía sentido la apuesta. Sin embargo, el resultado un cuarto de siglo después no es encomiable.
Estudiosos del caos que caracteriza a naciones como Irak y Siria han llegado a la conclusión de que la anarquía es la amenaza mayor a la construcción de una sociedad viable. En palabras de Robert Kaplan* “un año de anarquía es peor que cien años de tiranía.”
México no ha llegado al extremo de esas naciones, pero partes del país viven un clima de violencia que no es muy distante a lo que ocurre en algunas zonas del Medio Oriente. También, aunque el nivel de disfuncionalidad que caracteriza a México no es similar al de aquellas naciones, su incapacidad (e indisposición) para resolver problemas es equiparable.
El punto de fondo es que el país corre el riesgo de avanzar hacia un caos cada vez más generalizado, y que los procesos democráticos no lo pueden detener. Lo urgente es transformar al sistema de gobierno para que sea posible construir una paz duradera, crear condiciones para el desarrollo y para establecer una plataforma sostenible de estabilidad económica y política. Lo urgente y lo importante a una misma vez.
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